Soñé que dormía en un edificio de noventa y siete pisos, ni uno más, ni uno menos, noventa y siete. Revoltosamente, las copas de los árboles abrigaban las ventanas de tan cerca que no podía dejar de parpadear al oír el impacto del griterío de las hojas sobre el vidrio.
En el sueño, miraba hacia abajo sin toparme con la tierra. Pero lo que es más importante: miraba por la ventana creyendo saberlo todo, creyendo que no había en realidad 97 pisos y que tranquilamente podía dar media vuelta, abrir la puerta, caminar 34 pasos y cruzar del otro lado de la ventana para ver una luz inquieta y mi cama, mi colchón esperando ansiosamente que vuelva a despejarme del todo “semi dios” que me acompaña, incalculable. Ahora pienso que, éste sueño puede ser un trauma de una ex-porteña.
Creyendo que todo sabía, confiaba que del otro lado de la ventana no existía el abismo que separa mi cuarto del mundo conocido-cercano, de los autos, los colectivos, el adoquín, las personas que transitan de noche y la luz alta de los semáforos.
¿Por qué? Porque creía que si me acercaba a la ventana solo estaría la puerta de salida a un costado y mi jardín riendo a carcajadas. En eso confío y en eso me sostengo para creer en todo, para no rendirme ante el torbellino de ideas sobre noventa y seis pisos que posiblemente existan.
Mi jardín reía a carcajadas entonces, (nuevamente)... y se inclinaba hacia la derecha y hacia la izquierda una y otra vez contra el viento... (pero es el mismo viento el que encuentra el momento preciso para anunciar lo que en cierta forma yo ya sabia): “otra vez te embromamos”, “con tan solo un grito, un paso contra la ventana, un golpe contra el vidrio desde los árboles, y ¡Plum! ¡Creés sabértelas todas! toda cuanta conjetura creías posible aparece como real.
Crees tener la capacidad de inventar el edificio y la resistencia misma, o la necesidad de poder imaginar un intruso merodeando por tu parque sin permiso previo, claro”. Aún sueño que bajo mi ventanal me separan del asfalto noventa y seis pisos. ¡Sueño lo que trato de decirme a mi misma que no es posible! ¡que la realidad no lo contempla! El peso de la vigilia no es agotador, es más bien una elección poco elocuente, que le permite a muchos de nosotros no sentirse el ombligo del mundo por tres horas seguidas: tiempo que aproximadamente tardo cada noche en dormirme, y es a su vez la misma cantidad de tiempo que tardo en cederle la paranoia a algún otro sujeto desconocido que efectivamente no quiera dormirse; don y contra-don.
Si pudiera descreerme de las burlas que los árboles me hacen y de mis propias especulaciones imaginativas, entonces sé que seguiría igualmente creyendo que bajo todo este verdor obscuro de medianoche hay un edificio enorme esperando que yo me sienta su mentora oficial de madrugada.
¿dejar de ser el ombligo del mundo dije? Si! Darle rienda suelta a esa duda medio incoherente con lo que cuasi-oficialmente se sabe que, o se dice que, existe...
Quitarle por tres horas todo peso a las decisiones que creo estar tomando y permitirme darle trascendencia a ese otro viejo y desconocido adulador, imaginado y deseado ensueño... En sueño que, principalmente, es el producto del tiempo que me separa del “que descanses” y el descanso en sí mismo.
Es, digamos, la creencia en que todo es posible, en que puedo inventar el mecanismo para que pensar demasiado las cosas resulte interesante o al menos gracioso... no ya tan inútil como cuando creemos que esas decisiones que debemos tomar hay que reflexionarlas menos. En este momento ocurre todo lo contrario. Puesto que si encuentro un “para qué” entonces pensar mucho las cosas quizás resulte atractivo, y no ya un peso que solo te quitaría de encima “el actuar”. Lo perturbánte se modelaría de tal manera, que invariablemente se inclinaría hacia la verosimilitud. Entonces, nace la posibilidad de aceptar las ideas que corren bajo el manto de la vigilia, cosa poco permitida durante el resto del día, en el que convivimos con los otros y con todos los que somos nosotros.
“Quiero hacer, monstruos imposibles”, de fondo suena el ultra hit de Ray Bradbury calmando los ánimos botánicos del otro lado de la ventana.